Acero Inolvidable
29/10/2024-15/02/2025
Querido y querida visitante:
Para hacer el amor, no existe un título universitario. Para conseguirlo, tampoco. ¿Manuales? Siempre fallan. ¿Tácticas? Nunca menos que las posibles.
Lucila Garcia de Onrubia decidió entrenar arquería durante seis meses: necesitaba entender cómo agarra el arma y el proyectil Cupido al momento de efectuar sus amarres. Ahora lo sabe, y da la impresión de que Acero inolvidable es la segunda posta en su desconcertante camino para cazar un amor que valga la pena.
«A menudo son considerados los más sensibles y dramáticos del horóscopo», desarrolla un blog acerca de los nacidos bajo el signo de cáncer, el que detenta la artista en su carta astral. La descripción sugiere otro dato clave: tenaces y desafiantes, suelen echar mano de una sólida armadura para protegerse, al igual que el cangrejo con su caparazón. Sobre la base de estas referencias brindadas por internet, con una cientificidad casi irreprochable, podemos intuir el porqué de la ausencia en la sala de un mínimo retazo de peluche o de unas gotas, cuando menos sutiles, de pintura rosa. Hasta la tela que cuelga es rígida, yerta. Hay deseo, mucho deseo; también, indomable ambición: ahora, quizá por lo mismo, escasas son las señales de fragilidad.
Sus curiosos artefactos para hechizar al objetivo —trampas que aquí toman cuerpo en asientos, lámparas, esculturas— son metálicos y brillantes, atributos ya devenidos sinónimos de la autora. Algunos, inclusive, de tan espejados, simulan ser invisibles. Ligeros y punzantes como la saeta, relucen en su estructura una lógica precisa de fuerza, de peso y de sentido. Buscan conquistar sin perder el equilibrio. Qué valor, exclamarán por ahí, abordar con austeridad cromática, una cuota de mecanicismo y sin paroxismo material el amor, tema meloso por antonomasia.
Pese a ello y en silencio, Deon Rubi admite la urgencia de negociar ciertos detalles para salirse con la suya. Vaya paradoja; a la rudeza de una fábrica y la frialdad del metal, probablemente desalmado, lejano e infranqueable, les interpuso una imagen cotidiana, publicitaria, popular, ingenua: la de un corazón. ¿A quién no le gustan los corazones?
Pues, astuta para colar el mensaje, natural en alguien criado al fragor de los smartphones, las apps de citas y las reacciones instantáneas, se lanzó a delinear matrices para extruir y cortar, a gusto y placer, tubos y perfiles con la forma del órgano más iconografiado y embellecido de la historia. Observe por dentro, si no, uno de los segmentos sostenidos por esos simpáticos querubines, y hallará un dispositivo panóptico donde parecieran converger infinidad de amores reproducidos a medida, una especie de aleph modular que asombraría aun al propio Roberto Galán.
¿Cuántas personas caben en un banco flechado? ¿Una, dos? ¿Cinco apiladas? ¿Quiénes se atreverían a compartir una cita en una mesa ejecutada para enamorar? Exceptuando la incondicional cama, ¿puede un mueble ser poliamoroso o, siquiera, el pretexto de embarque en una relación multitudinaria, bien apasionada? Después de todo, estos signos indefensos, resueltos en principio industrialmente y con terminación manual de calidad joyera, constituyen un arsenal de emoticones cómplices, a la espera de aquel destinatario que sepa apreciarlos para consumar, por fin, el match soñado. ¿Plan maestro de una legítima chica metal-pop? El tiempo dirá.
Juan Ruades.